Ayer tuve una experiencia agradable en el metro. Una de esas cosas que vez y compruebas que en el mundo hay muchas cosas buenas.
El metro venía un poco lleno, y una familia se tuvo que distribuir a lo largo del vagón con el fin de que todos pudiesen tener un asiento.
Conforme la gente se fue bajando y se fueron desocupando los asientos, los miembros de la familia comenzaron a sentarse juntos. Los únicos que quedaron lejos del resto eran el padre y su hijo de unos 11 años.
Un par de estaciones antes de la terminal, un lugar más se desocupó junto a una de las hermanas mayores del pequeño, al otro lado del vagón. Ellas comenzaron a llamarle con señas para que se apurase y ocupara el asiento.
El chico sonriendo se levantó y se despidió, con cierto tono de burla, de su padre. Seguro le bromeó acerca de que iba a quedarse sólo.
Justo cuando comenzaba la carrera para alcanzar a sus hermanas, el chico se paró en seco. Se regresó y tímidamente tocó el codo de la única señorita que estaba de pie, una joven de veintitantos que iba leyendo recargada en la puerta. Cuando la chica levantó la vista el joven le hizo señas para indicarle el asiento que acababa de desocupar, ofreciéndoselo para que se sentara.
Nadie le dijo que hiciera esto. Ni su padre ni sus hermanas ni su madre. Fue iniciativa propia del chico.
Acto seguido echó a correr, como lo hacen los chamacos de su edad, y se sentó violenta y alegremente en el lugar que le guardaba su familia.
Ese detalle me alegró el día. Insisto. No cabe duda que por cada mala experiencia que vemos en las noticias, hay cientos de anónimas buenas.
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